Wednesday, September 30, 2009

El inquilino y sus fantasmas (1997)


La musa extrovertida

La musa que me dieron es distinta a aquella musa enferma del poeta: no sabe de melancolías, goza de perfecta salud y adora la gimnasia al aire libre.
Los fines de semana me pide que la lleve a la playa; allí pasa horas vivas, tumbada bajo el sol. Pero el lunes me obliga a despertar temprano y mientras desayuno, acaricia con sus uñas brillantes la fragante madera de la mesa, retocando mis versos.
Por la tarde mi amiga se cuelga de mi brazo y cantando me arrastra a lugares secretos y en la tibia penumbra de los bares del muelle, confiesa que la vida es tan solo un lírico poema. Pero a veces me atasco y no doy con el hilo del verso y la musa me grita irritada: “Cualquier día te abandono y me voy a vivir con un poeta que tenga más talento”. ***


Bajo el signo de ámbar


Para Daisy, Nunzio De Filippis y los “niños”

Sobre la suave curva de la casa, llega el reino del ámbar. Mientras cuento los meses, oigo las vibraciones del planeta.
Como un oso, almaceno estaciones en las hojas del castaño del trópico y me muevo por estas duras sombras, entre la luz rabiosa que levanta la casa. Afuera cruzan los mercaderes hacia los barrios últimos y en el antiguo Libro se despliega mi vida.
¡Esa mano invisible que me lleva a trazar las palabras! Pero al final del verso, otro verso se abre!
La redondez del mundo me golpea cuando sigo las órbitas de las estrellas. Yo, que habitaba junto al padre-río, he visto germinar el verano entre las hojas y en el alegre zumo de las uvas. Escribí cien páginas de Historia cuando el tambor aún repicaba en mi sangre y el ciervo perseguía la frescura del agua con su hocico nervioso.
Ahora doy vueltas por la casa cuando los mercaderes se aproximan hasta los barrios últimos.

Colinas en la lluvia
A Shoko Kawabati

La puerta ya se abre, como siempre, al final del campo
de cerezos.
O será que las hojas inician verdemente el término de los
umbrales.
En la sala sus manos se aproximan al té y echan
a nadar
por juncos que se quiebran sin un solo suspiro.
El cielo se derrama en agua que no puede contenerse
y oscila sosegada entre los crisantemos.
Por las suaves colinas cruza Basho, húmedo de recuerdos,
volviendo de las islas y su clara nostalgia.

Los cucurbitáceos



Los cucurbitáceos se reúnen todas las mañanas en las esquinas para alimentarse con tajadas de huevos de avestruz. Levitan tenuemente en la llovizna azul que va tiñendo las calles de un obstinado olor a mar. Viven en sus cubículos y descansan en estrechas camas de hierro; son estrictos, austeros y felices y cada día se cubren con una piel distinta. Tienen su espacio lleno de anaqueles donde suelen poner huesos de dinosaurio. Desde que suena la tormenta, abren grandes paraguas que los emparentan con los murciélagos. Pero pasan incólumes bajo la centella: nada puede tocarlos. Están en todas partes, aunque prefieren los rincones más densos de enormes oficinas. Y no debo negarlo, los sigo secretamente, los envidio, pues son mondos, seguros y correctos. Hace un tiempo intimé con uno de ellos. Me explicó, muy paciente, los trucos del oficio, aunque a los cuatro días desistió, pidió cortésmente le pagara el importe de sus lecciones y a pesar de no querer ofenderme, dijo que yo jamás sería uno de ellos. Me faltaban una conciencia de terciopelo, dos dedos de frente y la profunda vocación de ponerse el zapato derecho primero. Convencido de mi ineptitud, acepté el veredicto. Ahora los veo de lejos, invadiéndolo todo, felices y completos.
Los cucurbitáceos.

Regreso al Sur


Hoy he vuelto al hogar tras vender
a mi hermano en el camino.
Compartí mi heredad con los frustrados
y aquí estoy otra vez lejos de las tabernas.
Nadie sacrificó a su mejor cordero
para agasajarme,
ni hay padre jubiloso
que venga a recibirme.
Aquí estoy simplemente.

Cristina en el trigo
Cristina mueve un brazo: aparecen los antiguos graneros.
El mes se va tejiendo con los hilos del trigo y el campo se
desplaza desde un extremo a otro.
Cristina abre los ojos y observa el horizonte, que sube a duras penas unos veinte centímetros. Entonces no hay
lugar para las ranas que tratan de acercarse al estanque. El mundo es monocromo y hacia el final del
lienzo germinan los anhelos.
Cristina es casi un punto entre la turbia duda y la cauta
esperanza.
Duelen las manos de apoyarse en el suelo, los brazos se
deshacen como el yeso en las paredes mustias de la casa.
Ella podría inclinarse, poner oído en tierra, pero ya no
es posible:
nada de gesto inútil, de llevarse la mano a la izquierda del
pecho: cada cosa está hecha de trigo y pinceladas, de
algunos tonos ocres, el pardo y sus secuaces, que no han
definido.
Cristina tiene miedo de moverse un instante, pues podría
destruir todo lo que ha logrado con tenaces brazadas en el
reino difícil de la espiga.

Cerca de la casa de Poe


La calle se desliza como un plano infinito,
y abre sus cuatro puertas al misterio.
Se precisa el boleto para alegrar
al genio que protege la entrada.

Tres hileras de alambre de púas
impiden el acceso a las ardillas,
aunque basta acercarse al patio de linóleo
para ver a un payaso acariciando
la crin de un potro viejo.

No hay jaula ni geranio en la ventana,
la escalera es oscura y traicionera.
El vapor del verano aún se resiste
bullendo por el sótano.

Cena con la musa

Esta noche la musa ha sido convocada por los densos
aromas del arroz con coco: su esencia que se tiñe
del ferviente amarillo que concita la bija con sus
ojos de pulpo.
En el lugar temprano del estadio celeste se ovilla lo que
resta de la octava jornada: arrastrándose viene
hacia el mantel donde la sensatez del aguacate
propone su reino de esmeralda.
Antes de su llegada le han enjuagado el pelo con esencia
de rosa y un precioso carite de tres libras se les
ofrendó a los dioses, que tienen sus altares en las
calientes dunas.
Hierve toda la casa en vistosas especias que llegan de la
Islas. Un sol de guerreros tomates da vueltas sin
reposo en el plano tranquilo del mantel.
Sándalo de la India. Entre sus hombros cruza un río de
verdura, y el vigor de la noche se va depositando
en recientes barriles en salmuera.
La silla se aproxima con cuidado; se apresuran las
copas a dibujar sus bordes sin frontera y
el saké se prepara a escanciar sus poderes
en el lugar más denso de la sangre.
Esta noche se inicia cuando la musa asperje con el


laurel de su corona el punto más conciso de los
platos.

Saturday, September 26, 2009

Wednesday, September 23, 2009

La colina del gato

(Svetlana Novikova: Ragdoll cat)


Liberación


Recuerdo que estábamos en mayo, y afuera no chillaba la calandria ni el inocente ruiseñor cantaba. Sólo sé que era mayo y a veces no llegaba más que una simple lluvia que inundaba los campos de ruidosas nostalgias. No existían más opciones: solo el artero mes que azuzaba sus canes: el de dientes de acero, que te muerde la sombra, y el que tiene pelambre de estropajo y destruye de un golpe tu sentido y se bebe tu sangre. Hasta que llegó el día que, harto de soledad, me decidí a matar al carcelero a golpes de cesuras y estridentes razones, pero al verlo vencido, me sacudió una nota de rabiosa piedad. Y por eso, sembré su melodioso cráneo en la mitad del patio, donde poco después, al calor de las horas, luminosas cigarras comenzaron a bordonear el aire henchido de pretextos. Tras romper los cerrojos, me encaminé cantando adonde me esperaba la simple carrerera, en cuyo flanco izquierdo corrían y discurrían mansos algodonales que no tenían sentido. Con la cabeza verde de grandes pensamientos, me puse los zapatos —que de la inanición habían enflaquecido—, y empecé a deslizarme hacia mi nueva ruta, sin saber cómo haría con tanta libertad.



Andén 107



Paralelo a la rauda ventanilla, viene el río siguiéndonos hasta que el brusco tren sube muy entusiasta a los reinos metálicos; continúa la ruta de edificios cuadrados y azoteas orientadas hacia la sumisión. Las flexibles paredes se arriman sigilosas a la inercia feliz de los vagones que, sin violencia alguna, las obliga a cambiar el desdichado rumbo. En la revelación de la adulta mañana, todas las azoteas llevan su desventura hacia lo circular. No hay almacén abierto, ni respuesta ninguna cuando los pasajeros descienden en silencio por la abrupta escalera de acero inoxidable, a enfrentarse en voz baja a todos los caprichos de la adulta vigilia. Tal vez en la distancia, desde los autobuses, algún hosco viajero esgrima el New York Times en tanto el tren circula, prisionero en la órbita de invisibles paredes. A las nueve, nosotros trataremos la forma de iniciar el descenso, buscando en el semáforo la señal que inmunice todos nuestros sentidos contra la voluntad de la férrea jornada.



Violetas africanas



A tan solo dos metros de la puerta ojival, o en la pared tranquila, van surgiendo de pronto, con inocente furia, diminutas violetas. Con su pálido brillo remedan las auroras de Kenya, y llaman muy discretas, el día perezoso que no quiere arrancar. Pero moja sus dedos en el vaso de jugo, levantando la casa hacia el doceno ciclo. En un juego de estrellas, se multiplica Bach en notas que se arrojan sobre el césped del piso como ufanos leones de papel. Y el tiempo es tan fragante: de adánicas manzanas y tierno cereal. Mi hijo lo celebra con melosas palabras, cuyo significado apenas se insinúa en la rápida mesa de caoba. A la puerta abisal llegan seis percherones, arrastrando las tuercas que articulan el día. Un poco más al viento, en la verde llanura que surgió del papel cuadriculado, pastan sin convicción las recientes gacelas de la nada.



Hotel 24



Quince minutos antes de que el gallo cantara, me reforcé las venas con 18 onzas de chocolate amargo, para cargar mi sombra del color de la noche. Aunque la mansa habitación giraba a oscuras, del alto horno, donde a veces se queman las estrellas, a veces me alcanzaba una chica porción a través de la calle. Ya yo me había gastado gran parte de la noche ascendiendo y bajando por altas escaleras, empujado por los cortantes gritos y amarillos, que abruptos me seguían a través de las puertas infinitas. En el cuarto contiguo, los lavabos inquietos cuchicheban a gotas; y mi cama intranquila se arrastraba por alfombras cubiertas de confeti. Un gran viento iracundo se batía por las ramas del parque: tocaba el ventanal con puños adornados con anillos de cobre, y en el quieto pasillo, deambulaban los huéspedes en medio de diciembre. Yo deseaba llegar hasta sus nombres y compartir con ellos la luz artificial que recibía del cielo, pero el airado viento se llevó mis señales Y las dejó perdidas sobre el parque.



La mesa fugitiva



La tarde se inclina hacia otra tarde por cada borde roto. Con excesiva inercia me lleva a un restaurante que oscila frente al agua. Fuerza activa, violenta, donde se quema el viento, próximo a los instantes en que respiran, a un lado del camino, las palmeras. Mis pasos solidarios levantan con su impulso las diminutas casas. Una a una, felices, buscan sólido apoyo cuando las roncas garzas regresan del cansancio. El muelle surge de los residuos que nos dejó el verano; revive la pasión que se lava las patas bajo la tempestad. En la sala, el patrón ilumina los vasos con cerveza, seduciendo la luz entre sagaces dedos. Media hora más tarde, es la misma terraza la que rueda hasta el borde preciso de la noche, y amenaza con irse de bruces sobre todas las sillas. Nosotros nos libramos de su hechizo cruzando los cubiertos por el norte del patio. Nos responde un mugido de agua que atraviesa el religioso corazón de la papaya. Contra el fondo educado de la mesa, se proyecta la espinosa armadura del pescado. Otra vez el patrón, en medio del dintel, escruta los caminos por donde se marcharon las veloces pisadas. El minuto es un bípedo, la inquietud sin paredes: la estremece el rencor con alas de papel. No es tarde todavía para saldar las deudas que acuden al poniente.



Entrada en coma



Bajando tres pulgadas hacia la mole intensa del viejo atardecer, el verano presenta sus frutos venerables. La tierna carne de la sedición se quema a fuego lento sobre las barbacoas del maduro poniente y el alma azucarada decide recostarse en la intensa pared, que trepa metro a metro hacia el azul inocuo. Desde la cuadra inerme (que ya invaden, furiosos, los resuellos del tren) hasta el puente al pastel, transcurren tres kilómetros. Por esa gris razón, es preferible correr sobre el pasillo, pagando los saludos al guardia que regula las amargas licencias de la felicidad. Sólo resta un segundo para escuchar, si quieres, el pájaro usurero, ensayando en la antena su obsesivo concierto. Al frente se desplaza la multitud borrega de sobretodo insípido. A las pocas pisadas, el cuadrado edificio nos levanta con dedos de ascensor hasta el séptimo piso. A través del cristal de sinceras ventanas, la noche abusadora muestra su diente de oro. En el seco pasillo, cae sin conciencia agosto.



Ciudad circular



A La hora indecisa, surge el vuelo rasante, y cruzan las paredes, que buscan destacarse contra la tierra ocre en la ardua campiña de enredaderas plásticas. El monte va soltando su violencia de hojas de manera imprevista, en la vasta, insultante, algarabía del cielo. Y nos invita el aire a continuar la altura con toda su fragante plenitud de manzana, a soñar que se cruza, en sólo tres minutos, desde los grandes barrios vocingleros hasta el firme molino de extramuros. Entonces quién pudiera detener en un cuadro el veloz movimiento que confluye en el centro preciso de la plaza con sus hartos leones vigilantes. Porque es frágil la mano en la audaz proyección del artilugio, y la tierra que gira en un minuto entre el pulgar y el índice, en cuanto el polvo azul busca con insistencia su perdido nadir en el prado del cielo. Al terminar la ruta, más allá de la alfombra de trébol y alhucema, persiste ilusionada la fogata de helio que todavía la impulsa.



Circular II



En la mañana número 2, el apogeo del círculo se llena de sentido, de memorias flotantes, en claves inconclusas y en las horas que laten con rumor de durazno. Nadie conoce la consigna exacta que puede franquearnos la puerta diminuta que lleva hacia lo eterno. El perro fluorescente que todavía la guarda nos impide avanzar. En vano se extienden las paredes, tratando de alcanzar el fugaz horizonte. El espacio se cubre de signos redundantes, en que cada pisada engendra su respuesta: calles que se duplican en solares baldíos; altivos caballeros que se quitan las manos y las arrojan lejos, contra los adoquines. En estos van surgiendo las más brillantes letras y cartas venenosas. Aunque no nos sorprenden, pues siempre lo supimos: el sueño de Leonardo engendra las imágenes que van flotando ahora sobre esta cruel ciudad, que abarco entre
mis brazos.



La estación infausta



Yo soy el mismo que perdió su sombra por una simple porción de lentejas. Ahora me siento en los parques a esperar impaciente el rumor dulce de los azulejos. Pero no puedo oírlos: mi alma está cubierta toda de nicotina. En mis noches vacías, me arrastro hora tras horas por las salas macizas; soñolientas alfombras amortiguan el rumor de mis pasos. En silencio me enfrento al cortante silencio: Márgara no me espera. Sé que tarde o temprano debo cruzar el túnel, donde tiembla mi alma cada vez que el rumor de los autos amenaza con tumbar las paredes. A veces, sin buscarlo, vislumbro la ciudad, abierta al otro lado como un sueño de agua. Se puede adivinar la deslumbrante cúpula, girando para siempre junto a los parcos techos de osmio y oropel, y el sempiterno río corriendo hacia el olvido. Hoy ya no sé qué hacer, han borrado mi nombre de la secta, luego que me negué a repetir con ellos el versículo 5 el 7 y el 14. nicamente sé de ese rumor secreto llenando la ciudad y el alma que palpita, al llegar al andén, donde ladran los perros entre latas sedientas de cerveza.



Variaciones en azul


En mi reino perdido, el azulejo dice su obstinación azul. Por milenios, por siglos, por versos decadentes, como en la luz mañana que surgiera, indeciso, del carbono. El trino que aprendía en el amanecer no le servía de nada. Solo el sol transparente de un helecho a otra hoja, en la breve porción de las razones. El azulejo salta desde su rama así, añadiendo en el aire una fiesta de hojas, alegrías y tonadas. Su sombra no permite más que repeticiones, y su canto agorero lo promete: días sin el acicate de la duda; jornadas abadesas de la suplantación.



El trío casero



En el múltiple barrio, Jehová nos convocaba hacia la calle Sexta, donde ya el grueso contrabajo llenaba de sentido la insobornable noche. Borrachos inconformes ocupaban la acera y el vino despertaba pasiones olvidadas en todos los sentidos. Por el presente entraba la insondable guitarra con las cuerdas heridas. Se acercaba temblando al puerto en que flotaban los egregios lanchones cargados de salitre y las hojas de mangle lavadas por la lluvia. Ya los grandes rencores viajaban por los arcos, ofreciendo a las hélices su carta de partida. El whisky, por su parte, apenas si contaba: aguardaba una oferta o la página en blanco que siempre se mostraba junto a la frágil borda. El ronco saxofón, borracho, sinvergüenza, sonsacaba a los panes que surgían de la cesta caliente del exceso.



El juicio del sábado



El soldado camina a su destino por las estribaciones de la perdida iglesia en la calle Segunda. Su padre no lo sabe por estar predispuesto contra el lunes. Aquel responde con desgano a todas las preguntas que le interpone el juez. El soldado, remoto en el insomnio, da vueltas y más vueltas a la misma esperanza. No muy lejos, la gente desayuna con bizcocho de pasas y café capuchino en el cruel restaurante de la esquina. El mes se recubre de pasiones como ruidosos gansos en el cielo de octubre. La campana insolente suelta tres voces rotas y una lluvia metálica empapa la vitrina. Al unísono empiezan los tardos aguacates, huérfanos en la acera, a contar su problema; el arroz se revela en las maduraciones del ardiente solsticio.



Los dátiles nocturnos



La empinada colina de los dátiles fija los 4 puntos que hay al anochecer. Acercarse hasta ella es como entrar a un mundo que se vuelca por completo en tus ojos, o conocer de golpe las bayas del verano. A las 12 en su punto, el jazz nos sorprendía tirando ideas profundas en la pálida esquina. Músicos en asueto desandaban la calle y decían con fervor una canción sin letra por la muchacha herida en el bar de las 9. El dátil, tan ufano, señalaba el camino en la selva de arena. En la calle obsequiosa, la madre, lacrimosa, decía sus confidencias al suéter de la hija. Una vez y otra vez tomaron el camino desde la 28; cada vez que llegaban un brusco guitarrista las miraba con sus confusos lentes. Retornaban de prisa —no tenían más remedio— a la oscura colina. El camarero obtuso se moría ensimismado, y ponía cada peso, incluyendo la cifra de los dátiles, en el lugar preciso donde comienza el mar.



El juicio del sábado


El soldado camina a su destino por las estribaciones de la perdida iglesia en la calle Segunda. Su padre no lo sabe por estar predispuesto contra el lunes. Aquel responde con desgano a todas las preguntas que le interpone el juez. El soldado, remoto en el insomnio, da vueltas y más vueltas a la misma esperanza. No muy lejos, la gente desayuna con bizcocho de pasas y café capuchino en el cruel restaurante de la esquina. El mes se recubre de pasiones como ruidosos gansos en el cielo de octubre. La campana insolente suelta tres voces rotas y una lluvia metálica empapa la vitrina. Al unísono empiezan los tardos aguacates, huérfanos en la acera, a contar su problema; el arroz se revela en las maduraciones del ardiente solsticio.



Los dátiles nocturnos



La empinada colina de los dátiles fija los 4 puntos que hay al anochecer. Acercarse hasta ella es como entrar a un mundo que se vuelca por completo en tus ojos, o conocer de golpe las bayas del verano. A las 12 en su punto, el jazz nos sorprendía tirando ideas profundas en la pálida esquina. Músicos en asueto desandaban la calle y decían con fervor una canción sin letra por la muchacha herida en el bar de las 9. El dátil, tan ufano, señalaba el camino en la selva de arena. En la calle obsequiosa, la madre, lacrimosa, decía sus confidencias al suéter de la hija. Una vez y otra vez tomaron el camino desde la 28; cada vez que llegaban un brusco guitarrista las miraba con sus confusos lentes. Retornaban de prisa —no tenían más remedio— a la oscura colina. El camarero obtuso se moría ensimismado, y ponía cada peso, incluyendo la cifra de los dátiles, en el lugar preciso donde comienza el mar.
El inquilino y sus fantasmas (1997)

La musa extrovertida
La musa que me dieron es distinta a aquella musa enferma del poeta: no sabe de melancolías, goza de perfecta salud y adora la gimnasia al aire libre.
Los fines de semana me pide que la lleve a la playa; allí pasa horas vivas, tumbada bajo el sol. Pero el lunes me obliga a despertar temprano y mientras desayuno, acaricia con sus uñas brillantes la fragante madera de la mesa, retocando mis versos.
Por la tarde mi amiga se cuelga de mi brazo y cantando me arrastra a lugares secretos y en la tibia penumbra de los bares del muelle, confiesa que la vida es tan solo un lírico poema. Pero a veces me atasco y no doy con el hilo del verso y la musa me grita: “Cualquier día te abandono y me voy a vivir con un poeta que tenga más talento”.


Bajo el signo de ámbar
Para Daisy, Nunzio De Filippis y los “niños”
Sobre la suave curva de la casa, llega el reino del ámbar. Mientras cuento los meses, oigo las vibraciones del planeta.
Como un oso, almaceno estaciones en las hojas del castaño del trópico y me muevo por estas duras sombras, entre la luz rabiosa que levanta la casa. Afuera cruzan los mercaderes hacia los barrios últimos y en el antiguo Libro se despliega mi vida.
¡Esa mano invisible que me lleva a trazar las palabras! Pero al final del verso, otro verso se abre!
La redondez del mundo me golpea cuando sigo las órbitas de las estrellas. Yo, que habitaba junto al padre-río, he visto germinar el verano entre las hojas y en el alegre zumo de las uvas. Escribí cien páginas de Historia cuando el tambor aún repicaba en mi sangre y el ciervo perseguía la frescura del agua con su hocico nervioso.
Ahora doy vueltas por la casa cuando los mercaderes se aproximan hasta los barrios últimos.




















Colinas en la lluvia
A Shoko Kawabati
La puerta ya se abre, como siempre, al final del campo
de cerezos.
O será que las hojas inician verdemente el término de los
umbrales.
En la sala sus manos se aproximan al té y echan
a nadar
por juncos que se quiebran sin un solo suspiro.
El cielo se derrama en agua que no puede contenerse
y oscila sosegada entre los crisantemos.
Por las suaves colinas cruza Basho, húmedo de recuerdos,
volviendo de las islas y su clara nostalgia.










Los cucurbitáceos
Los cucurbitáceos se reúnen todas las mañanas en las esquinas para alimentarse con tajadas de huevos de avestruz. Levitan tenuemente en la llovizna azul que va tiñendo las calles de un obstinado olor a mar. Viven en sus cubículos y descansan en estrechas camas de hierro; son estrictos, austeros y felices y cada día se cubren con una piel distinta. Tienen su espacio lleno de anaqueles donde suelen poner huesos de dinosaurio. Desde que suena la tormenta, abren grandes paraguas que los emparentan con los murciélagos. Pero pasan incólumes bajo la centella: nada puede tocarlos. Están en todas partes, aunque prefieren los rincones más densos de enormes oficinas. Y no debo negarlo, los sigo secretamente, los envidio, pues son mondos, seguros y correctos. Hace un tiempo intimé con uno de ellos. Me explicó, muy paciente, los trucos del oficio, aunque a los cuatro días desistió, pidió cortésmente le pagara el importe de sus lecciones y a pesar de no querer ofenderme, dijo que yo jamás sería uno de ellos. Me faltaban una conciencia de terciopelo, dos dedos de frente y la profunda vocación de ponerse el zapato derecho primero. Convencido de mi ineptitud, acepté el veredicto. Ahora los veo de lejos, invadiéndolo todo, felices y completos.
Los cucurbitáceos.


















Regreso al Sur
Hoy he vuelto al hogar tras vender
a mi hermano en el camino.
Compartí mi heredad con los frustrados
y aquí estoy otra vez lejos de las tabernas.
Nadie sacrificó a su mejor cordero
para agasajarme,
ni hay padre jubiloso
que venga a recibirme.
Aquí estoy simplemente.













Cristina en el trigo
Cristina mueve un brazo: aparecen los antiguos graneros.
El mes se va tejiendo con los hilos del trigo y el campo se
desplaza desde un extremo a otro.
Cristina abre los ojos y observa el horizonte, que sube a duras penas unos veinte centímetros. Entonces no hay
lugar para las ranas que tratan de acercarse al estanque. El mundo es monocromo y hacia el final del
lienzo germinan los anhelos.
Cristina es casi un punto entre la turbia duda y la cauta
esperanza.
Duelen las manos de apoyarse en el suelo, los brazos se
deshacen como el yeso en las paredes mustias de la casa.
Ella podría inclinarse, poner oído en tierra, pero ya no
es posible:
nada de gesto inútil, de llevarse la mano a la izquierda del
pecho: cada cosa está hecha de trigo y pinceladas, de
algunos tonos ocres, el pardo y sus secuaces, que no han
definido.
Cristina tiene miedo de moverse un instante, pues podría
destruir todo lo que ha logrado con tenaces brazadas en el
reino difícil de la espiga.
Cerca de la casa de Poe
La calle se desliza como un plano infinito,
y abre sus cuatro puertas al misterio.
Se precisa el boleto para alegrar
al genio que protege la entrada.

Tres hileras de alambre de púas
impiden el acceso a las ardillas,
aunque basta acercarse al patio de linóleo
para ver a un payaso acariciando
la crin de un potro viejo.

No hay jaula ni geranio en la ventana,
la escalera es oscura y traicionera.
El vapor del verano aún se resiste
bullendo por el sótano.







Cena con la musa
Esta noche la musa ha sido convocada por los densos
aromas del arroz con coco: su esencia que se tiñe
del ferviente amarillo que concita la bija con sus
ojos de pulpo.
En el lugar temprano del estadio celeste se ovilla lo que
resta de la octava jornada: arrastrándose viene
hacia el mantel donde la sensatez del aguacate
propone su reino de esmeralda.
Antes de su llegada le han enjuagado el pelo con esencia
de rosa y un precioso carite de tres libras se les
ofrendó a los dioses, que tienen sus altares en las
calientes dunas.
Hierve toda la casa en vistosas especias que llegan de la
Islas. Un sol de guerreros tomates da vueltas sin
reposo en el plano tranquilo del mantel.
Sándalo de la India. Entre sus hombros cruza un río de
verdura, y el vigor de la noche se va depositando
en recientes barriles en salmuera.
La silla se aproxima con cuidado; se apresuran las
copas a dibujar sus bordes sin frontera y
el saké se prepara a escanciar sus poderes
en el lugar más denso de la sangre.
Esta noche se inicia cuando la musa asperje con el laurel de su corona el punto más conciso de los
platos.