Wednesday, September 30, 2009

El inquilino y sus fantasmas (1997)


La musa extrovertida

La musa que me dieron es distinta a aquella musa enferma del poeta: no sabe de melancolías, goza de perfecta salud y adora la gimnasia al aire libre.
Los fines de semana me pide que la lleve a la playa; allí pasa horas vivas, tumbada bajo el sol. Pero el lunes me obliga a despertar temprano y mientras desayuno, acaricia con sus uñas brillantes la fragante madera de la mesa, retocando mis versos.
Por la tarde mi amiga se cuelga de mi brazo y cantando me arrastra a lugares secretos y en la tibia penumbra de los bares del muelle, confiesa que la vida es tan solo un lírico poema. Pero a veces me atasco y no doy con el hilo del verso y la musa me grita irritada: “Cualquier día te abandono y me voy a vivir con un poeta que tenga más talento”. ***


Bajo el signo de ámbar


Para Daisy, Nunzio De Filippis y los “niños”

Sobre la suave curva de la casa, llega el reino del ámbar. Mientras cuento los meses, oigo las vibraciones del planeta.
Como un oso, almaceno estaciones en las hojas del castaño del trópico y me muevo por estas duras sombras, entre la luz rabiosa que levanta la casa. Afuera cruzan los mercaderes hacia los barrios últimos y en el antiguo Libro se despliega mi vida.
¡Esa mano invisible que me lleva a trazar las palabras! Pero al final del verso, otro verso se abre!
La redondez del mundo me golpea cuando sigo las órbitas de las estrellas. Yo, que habitaba junto al padre-río, he visto germinar el verano entre las hojas y en el alegre zumo de las uvas. Escribí cien páginas de Historia cuando el tambor aún repicaba en mi sangre y el ciervo perseguía la frescura del agua con su hocico nervioso.
Ahora doy vueltas por la casa cuando los mercaderes se aproximan hasta los barrios últimos.

Colinas en la lluvia
A Shoko Kawabati

La puerta ya se abre, como siempre, al final del campo
de cerezos.
O será que las hojas inician verdemente el término de los
umbrales.
En la sala sus manos se aproximan al té y echan
a nadar
por juncos que se quiebran sin un solo suspiro.
El cielo se derrama en agua que no puede contenerse
y oscila sosegada entre los crisantemos.
Por las suaves colinas cruza Basho, húmedo de recuerdos,
volviendo de las islas y su clara nostalgia.

Los cucurbitáceos



Los cucurbitáceos se reúnen todas las mañanas en las esquinas para alimentarse con tajadas de huevos de avestruz. Levitan tenuemente en la llovizna azul que va tiñendo las calles de un obstinado olor a mar. Viven en sus cubículos y descansan en estrechas camas de hierro; son estrictos, austeros y felices y cada día se cubren con una piel distinta. Tienen su espacio lleno de anaqueles donde suelen poner huesos de dinosaurio. Desde que suena la tormenta, abren grandes paraguas que los emparentan con los murciélagos. Pero pasan incólumes bajo la centella: nada puede tocarlos. Están en todas partes, aunque prefieren los rincones más densos de enormes oficinas. Y no debo negarlo, los sigo secretamente, los envidio, pues son mondos, seguros y correctos. Hace un tiempo intimé con uno de ellos. Me explicó, muy paciente, los trucos del oficio, aunque a los cuatro días desistió, pidió cortésmente le pagara el importe de sus lecciones y a pesar de no querer ofenderme, dijo que yo jamás sería uno de ellos. Me faltaban una conciencia de terciopelo, dos dedos de frente y la profunda vocación de ponerse el zapato derecho primero. Convencido de mi ineptitud, acepté el veredicto. Ahora los veo de lejos, invadiéndolo todo, felices y completos.
Los cucurbitáceos.

Regreso al Sur


Hoy he vuelto al hogar tras vender
a mi hermano en el camino.
Compartí mi heredad con los frustrados
y aquí estoy otra vez lejos de las tabernas.
Nadie sacrificó a su mejor cordero
para agasajarme,
ni hay padre jubiloso
que venga a recibirme.
Aquí estoy simplemente.

Cristina en el trigo
Cristina mueve un brazo: aparecen los antiguos graneros.
El mes se va tejiendo con los hilos del trigo y el campo se
desplaza desde un extremo a otro.
Cristina abre los ojos y observa el horizonte, que sube a duras penas unos veinte centímetros. Entonces no hay
lugar para las ranas que tratan de acercarse al estanque. El mundo es monocromo y hacia el final del
lienzo germinan los anhelos.
Cristina es casi un punto entre la turbia duda y la cauta
esperanza.
Duelen las manos de apoyarse en el suelo, los brazos se
deshacen como el yeso en las paredes mustias de la casa.
Ella podría inclinarse, poner oído en tierra, pero ya no
es posible:
nada de gesto inútil, de llevarse la mano a la izquierda del
pecho: cada cosa está hecha de trigo y pinceladas, de
algunos tonos ocres, el pardo y sus secuaces, que no han
definido.
Cristina tiene miedo de moverse un instante, pues podría
destruir todo lo que ha logrado con tenaces brazadas en el
reino difícil de la espiga.

Cerca de la casa de Poe


La calle se desliza como un plano infinito,
y abre sus cuatro puertas al misterio.
Se precisa el boleto para alegrar
al genio que protege la entrada.

Tres hileras de alambre de púas
impiden el acceso a las ardillas,
aunque basta acercarse al patio de linóleo
para ver a un payaso acariciando
la crin de un potro viejo.

No hay jaula ni geranio en la ventana,
la escalera es oscura y traicionera.
El vapor del verano aún se resiste
bullendo por el sótano.

Cena con la musa

Esta noche la musa ha sido convocada por los densos
aromas del arroz con coco: su esencia que se tiñe
del ferviente amarillo que concita la bija con sus
ojos de pulpo.
En el lugar temprano del estadio celeste se ovilla lo que
resta de la octava jornada: arrastrándose viene
hacia el mantel donde la sensatez del aguacate
propone su reino de esmeralda.
Antes de su llegada le han enjuagado el pelo con esencia
de rosa y un precioso carite de tres libras se les
ofrendó a los dioses, que tienen sus altares en las
calientes dunas.
Hierve toda la casa en vistosas especias que llegan de la
Islas. Un sol de guerreros tomates da vueltas sin
reposo en el plano tranquilo del mantel.
Sándalo de la India. Entre sus hombros cruza un río de
verdura, y el vigor de la noche se va depositando
en recientes barriles en salmuera.
La silla se aproxima con cuidado; se apresuran las
copas a dibujar sus bordes sin frontera y
el saké se prepara a escanciar sus poderes
en el lugar más denso de la sangre.
Esta noche se inicia cuando la musa asperje con el


laurel de su corona el punto más conciso de los
platos.

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